Cuando nació desee que fuera el más justo, el más fuerte y el más alegre. Pero no nació. Lo sacaron. Al ver que los esfuerzos de su madre eran en vano, un médico iraquí probó con un lazo de vaquero alrededor de su cabeza, pero tampoco funcionó. Después de dieciocho horas de puja y una madre al borde del colapso, los médicos me pidieron la autorización para proceder con la cesárea.
Pesaba cinco kilos y era macizo como el cachorro de un felino de monte. De tanta puja salió con la cabeza alargada como un dios pagano. Provocó una correría de enfermeras suecas cuando descubrieron unas manchas oscuras de jaguar en sus nalgas. Intenté explicarles que eso era la mancha mongólica, pero no me creyeron hasta que llegó una obstetra y las calmó con artilugios académicos. Nació en Escandinavia pero no cabían dudas: era un hijo de la Amazonía. Le llamaríamos “Otorongo”, que significa jaguar.
La propuesta del nombre no progresó. Luego de largas y acaloradas negociaciones acordamos ponerle el nombre nórdico de Axel y el hispano de Javier, en memoria de aquel poeta que no le daba miedo de morir entre pájaros y árboles. Aún con eso, los amigos y familiares más cercanos le siguen llamando Otorongo. Su actitud temeraria, su fortaleza física y su espíritu juguetón solo reafirmaron su nombre de cuna.
Se trepaba en los árboles de ciruelo para comer sus frutos verdes. Aprendió a nadar antes que a caminar. Vio el sacrificio de un chancho descomunal sin inmutarse, y se comió un chorizo frito hecho del mismo chancho al día siguiente. Se rompió la ceja dos veces y se fracturó un brazo. Un día, cuando me lamentaba de que el muchacho me haya salido tan temerario e inquieto mi madre me calló con una sola pregunta: “¿Quién será su padre?”
Como todos los niños creció con la mente abierta y curiosa, y no se inventó falsas reglas de decoro hasta que llegó a una escuela privada peruana. Nuestro Otoronguito tenía solo tres años cuando su maestra nos comentó escandalizada que el niño no sabía quién era Jesús. Nos recomendó que fuéramos con él a misa. Jamás fuimos y hasta ahora es un salvaje feliz sin temor del señor. Meses después la misma maestra “resolvió” el problema de acoso que nuestro hijo sufría por parte de una niña malcriada. “Tomé la mano del niño e hice que le diera un puñete a la niña que lo molestaba”, confesó la maestra, feliz de su hazaña. Otro día, ya con seis años de edad, a la orden que dio el profesor para cambiarse antes de entrar a la piscina, mi hijo se desnudó por completo, delante de todos, para ponerse la ropa de baño. Estalló un nuevo escándalo entre los otros niños ya bien entrenados en la malicia y los tabúes del cuerpo. La cosa no llegó a mayores y quedó como una anécdota gracias a que el profesor era un humanista y un amigo muy querido.
Han pasado quince años desde que sacaron al Otorongo de su madriguera. Como ahora es más alto que yo, y ha desarrollado una espalda de estibador, le llamamos Oso. Ahora juega videojuegos, menos que sus amigos pero más de lo que yo quisiera. En el invierno se desliza de unas montañas de vértigo con su tabla de snowboard, práctica el aikido y acampa en el bosque. En el verano vuelve a sus raíces con el arco y la flecha, y casi me derrota en nuestros amagos de jiu jitsu. Sin embargo, aunque parezca una contradicción, en ese cuerpo fornido vive un alma generosa y tierna. Esa alma que cuida de su hermanita, y que me saluda siempre con un beso, es la misma que perdona mis arrebatos de furia y mi infantilismo crónico.
Al final, Axel Javier "Otorongo" Arévalo Marquardt creció para ser mejor de lo que esperábamos: el más fuerte, el más justo, y el más alegre. Mi hijo es un árbol grande de pucaquiro poblado de orquídeas y colibríes.
Feliz cumpleaños, querido hijo.
Comentarios