Me tomó dos semanas darme cuenta que era mi alumna más cariñosa, un día para ver que le gustaba dibujar, y solo cinco minutos para darme cuenta de que era especial. Me esperaba fuera del aula. Tenía once años pero venía siempre a abrazarme con la alegría y la emoción de una pequeña de cinco años.
Corrían los meses previos a la caída de la dictadura fujimorista en el Perú. Yo me pagaba los estudios universitarios haciendo chapuzas y fungiendo de profesor de inglés en una escuela primaria.
El primer día de clases, para conocer el nivel de mis alumnos, decidí hacerles algunas preguntas básicas. Cometí el error de escogerla a ella. Al ver como se secaba las manos sudorosas en la falda y como tragaba saliva ante mi pregunta decidí dejarla en paz.
—¡Burra! —gritó alguien desde el fondo del aula.
Una carcajada colectiva estalló por un momento y hubiera seguido si yo no hubiera pedido silencio.
Me pasé media hora hablando del respeto que nos debemos entre compañeros. Mi alumna, la más dulce, dibujaba en suelo, con la punta del zapato, algún jeroglífico de consuelo para no llorar. Cuando hablé con la niña en privado mis sospechas difusas empezaron a tomar forma. Había algo en su boquita siempre semiabierta, en su forma de mirarme sin observarme, y en su vocabulario a medio armar, que me decía que ella podría tener algún tipo de retardo. Decidí hablar con la tutora del aula.
—No tiene nada. Solo es un poco perezosa —dijo la tutora. Yo insistí, presenté argumentos, y sugerí que hablásemos con los padres. Recibí una sonrisa condescendiente y un “después-hablamos” como señal de que la conversación había terminado. Pregunté a otros docentes y la respuesta fue más o menos la misma. Empecé a pensar que el que tenía el retardo era yo.
Decidí hablar con el director.
—Voy a ver ese asunto —dijo el director, mirando hacia la ventana. Me “firmó” el hombro con una palmadita a modo de acuse de recibo. Algo estaba mal pero por varias semanas no volví a tocar el tema.
Mi pequeña alumna luchaba para entender el lenguaje escrito, y el inglés le era tan enigmático como unas tablillas mesopotámicas. Cuando vi que con los dibujos las cosas funcionaban un poco mejor le encargué tareas basadas en dibujos. Aún con eso era evidente que no aprobaría el curso.
—Solo apruébela, profesor —ordenó la tutora. Entonces volví a la carga con el asunto de mis sospechas. Insistí tanto que terminé tumbando el muro que la escuela parecía haber construido para tapar el tema. La tutora me confesó que desde el primer grado se dieron cuenta del problema y hablaron con los padres. La madre optó por la negación y llegó a amenazar a la profesora. La niña seguiría en la escuela.
—Eso es inaceptable. La niña necesita ayuda de especialistas y nuestra ciudad tiene un centro para eso. Los padres tienen que entenderlo— dije yo.
La maestra posó su mano izquierda sobre la mía, y se llevó la mano derecha al corazón.
—Deje las cosas como están. —dijo ella— No se meta en problemas.
La mamá de la niña era una de las figuras políticas más importantes y poderosas de la provincia. Era del tipo de gente que no “debería” tener hijos con habilidades especiales. Insistí un poco más.
El lunes siguiente recibí una carta que decía que mis servicios en la escuela ya no eran requeridos.
No sé qué habrá sido de mi pequeña alumna. Ojalá que siga dibujando. El arte es a veces el mejor refugio para protegerse de este mundo en el que están de moda los adultos burros y con poder.
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