A principios de los ochenta Tarapoto era solo un pueblo de calles polvorientas y no el imán de turistas que es ahora. En la tele la voz rasposa de Kim Carnes nos cantaba “Bette Davis Eyes” veintitrés veces al día. Nuestro Internet era la enciclopedia escolar “Bruño”. Los amigos más grandes eran nuestra única Wikipedia y la realidad se limitaba a lo que estos “gurús” sabían. Y lo que no sabían se lo inventaban. Problema resuelto.
Un día pregunté por aquellos extraños de piernas blancas y delgadas como yuca, de cámaras colgadas en sus cuellos rojos, lentes oscuros, y botella de agua en las manos que se veían rara vez por la ciudad.
—Son gringos -dijo el más grande y sabiondo, que tenía diez años.
—¿Y qué hace los gringos?
—Viajan por todo el mundo, pasean todo el día, comen en restaurantes, y en la noche se emborrachan con chicas bonitas—dijo el experto. A los seis años decidí que de grande sería un gringo.
Con el tiempo aprendí que en Perú se usaba la palabra gringo para cualquier persona de piel clara. Acostumbrado a ser el “negrito” de la clase, encontré en este descubrimiento mi primer problema. En otros países se usa el término “gringo” para referirse, de manera casi despectiva, a cualquier ciudadano de EE.UU. Segundo problema. Renuncié a mi plan original.
La diosa fortuna me ha permitido nacer en un país de todas las sangres, como decía Arguedas, y también de vagar por el mundo. Sin embargo, a donde sea que vaya siempre hay alguien tratando de “clasificarme”. Mis alumnos de maestría en Nicaragua me dijeron, entre decepcionados y estupefactos, que esperaban a otra persona cuando les dijeron que vendría un docente sueco a enseñarles. En São Paulo me preguntaron si era boliviano. En Bogotá si era del Putumayo colombiano. En Cartagena de Indias me preguntaron si era ecuatoriano. En EE.UU me dijeron que mi inglés parece de nórdico y no de latino. Por ser de todos lados al final terminé sintiéndome como alguien que no es de ningún lugar.
El 2013 viajé a Uganda. La gente en las esquinas se callaba y me señalaba con el dedo al verme pasar. Mi presencia no distraía a los marabúes que anidaban en el centro de Kampala, pero originó un juego de charada entre las vendedoras de un mercado de artesanías. Hindú o japonés, dijeron las más despistadas. Filipino, dijo la más curiosa. Sudamericano, dije yo.
—Brazilian –dijeron las damas en coro. Les dije que era peruano y acabé con el juego.
Por la noche le comenté sobre el incidente a una colega ugandesa que tenía una sonrisa de luna llena y todo el sol de Uganda en la piel . Preguntó si me sentía incomodo. Le dije que no, que entendía que los que no somos blancos y hemos sufrido opresión colonial copiamos de nuestros opresores la costumbre de meter a las personas en cajas para simplificar el mundo.
—¿De qué hablas, Alex? –dijo mi colega—. Si tu también eres blanco.
Aquella noche mi colega ugandesa me enseñó tres cosas: que los colores y los orígenes son relativos, a pensar en mis propios privilegios antes de criticar los de otros, y que no hay nada malos en ser del mundo.
En realidad, mi sueño de niño nunca fue ser un gringo. Yo solo soñaba con ser viajero.
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