“Sospechamos que alguien ha robado su identidad y está comprando cosas a su nombre. Póngase en contacto con nosotros a la brevedad posible”, decía el mensaje de texto sucinto y de tono engañoso, como CV de fujimorista.
Verifiqué primero si el número era de quien decía ser, luego llamé. Un operador telefónico, que no era el mío, me informaba que alguien había pedido, vía Internet y a crédito, el último iPhone y un plan telefónico post-pago a mi nombre. Cuando mi otro yo fue a recoger el paquete no pudo identificarse. Confiaba que en el tumulto de la oficina de correos un empleado estresado olvidaría pedirle la identificación, como me ha pasado un par de veces.
En menos de veinticuatro horas otra empresa se pondría en contacto conmigo. Esta vez, el mismo pendejo había hecho compras de equipos fotográficos por un monto cuatro veces mayor a mi sueldo mensual. Les pregunté que como podrían darle un crédito tan grande, así de fácil, a alguien que no era yo. Era simple. Robaron algún sobre a mi nombre y allí encontraron mi número personal, el resto sucedió gracias a la magia de la digitalización.
Era hora de ponerse en contacto con la policía. La oficial a cargo dijo que poco podían hacer en estos casos. Me recomendó bloquear mi crédito por un par de semanas y que me baje un app que me permita rastrear solicitudes de crédito a mi nombre, en tiempo real. ¡Carajo! Un instrumento digital para resolver mi problema digital. Me dijeron que debería darme por afortunado ya que no me habían robado nada.
Me digitalizo, luego existo. Este parece ser el lema de los nuevos tiempos. Bienvenida sea la digitalización que nos permite saltar barreras burocráticas y acortar el tiempo de espera para atenciones médicas o solicitudes de empleo. Maldita la tecnología que solo apura las compras para llenarnos de cacharros que nos hacen perder tiempo, humanidad y hasta la identidad. Gris el mañana en que nosotros ya no seremos nosotros sino solo los datos sobre N0So7r05.
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