—Te han salido “tetas de perra”— dijo el doctor. Así, sin más, como quien habla del clima. Sostuve su mirada por unos segundos. La noticia me golpeó pero no me sorprendió. Cualquier paciente hubiera preguntado qué era eso pero, por la expansión dorsal y la vascularidad de sus antebrazos, adiviné que el médico sabía que yo sabía de lo que éste hablaba. Pensé por un momento en hacerme el loco, pretender que no tengo ni puta idea de lo que el hombre de blanco decía.
—¿Qué tipo de anabólicos estás usando?— dijo el médico.
—Deca. Solo un par de veces. En mi país. En otro tiempo.
No tuve el valor de negarlo. Llegue a la visita médica después de darme cuenta que mis tetillas habían crecido en punta roma y algo dobladas hacia abajo, como picos de loro.
—¿Cuál es el tratamiento?— dije, esperando una respuesta diferente a la que ya sabía.
—No soy especialista, pero temo que la única opción es la cirugía. Pero el seguro no cubrirá la operación.
Algunos errores de la juventud suelen dejar recuerdos negativos que se pueden enmascarar con una sonrisa. Otros requieren cirugía. El comenzar a usar anabólicos esteroides como “prueba”, no valió la pena. El atajo que tomé me dejó atajado entre una masa muscular que nunca fue masiva, una espalda empedrada de granos, y dos colgajos de carne en el pecho.
Pude arreglar mi problema en el quirófano pero decidí quedarme con mi error marcado en el pecho. No lo hice por descaro o vocación masoquista, sino como señal de advertencia cada vez que mes siento tentado de tomar decisiones estúpidas.
Hoy mis tetas han encontrado cierta utilidad. Me han servido para discutir el tema de los anabólicos esteroides con mi hijo de dieciséis, y son motivo de risa para mi novia. Por ello, en los días de sol, con algo de vergüenza pero mucha gallardía, salimos a pasear mi tetas de perra y yo.
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